Pánico en los alberos movedizos


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Quien haya leído Cumbres borrascosas se puede saltar estas dos páginas, que las tiene convalidadas. Vaya diíta. Lo peor que puede decirse de la jornada preferial de este viernes es que encima hubo gente que se animó a ir, cuando aquello habría echado para atrás al perro de Baskerville con botas de agua. Allí, todo lo más, apetecía si acaso una copa de manzanilla La Meiga para soportar la horrenda visión de un territorio hostil de pe a pa y absolutamente inhóspito donde nada de cuanto se ofrecía a la vista tenía un gramo de confortable, apetecible, acogedor o tentador. La zona terriza era un fangal que a mediodía ya había adquirido la consistencia de unas gachas especialmente asquerosas debido al tránsito de los porteadores, operarios, montadores, poceros y demás gente que, por la razón que fuere, no hubiese hecho caso a su madre cuando le dijo que se sacara unas oposiciones. Ni Tarzán con un palo habría salvado de ser engullida por los alberos movedizos a la poble moza que, con una carpetilla a modo de peto y bajo un paragüitas azulón, hacía equilibrio sobre un palmo de terreno firme sin saber para dónde tirar ni cuál sería su destino. Una mirada de pánico como la suya solo se ha visto en Parque Jurásico, cuando sale la cabrita esa atada a un poste para que se la coma el Tiranosaurio. Pero sin problema: quien quisiera evitar la ciénaga, tenía la opción de caminar por el adoquinado, repleto de camionetas y furgones cuyo único objetivo en esta vida parecía ser el de arrimarse inesperadamente cuando uno mirase hacia otra parte. Pues a ese lugar, el último sobre la Tierra –junto con el Krakatoa en erupción– al que iría alguien que hubiera salido a divertirse, acudieron ayer cientos de sevillanos a hacerle los honores a las vísperas de la Feria. Porque el sevillano no tiene hartera, como bien señala el apócrifo Evangelio según San Viernes en la parte que habla sobre los mamoneos previos al juicio final.

De hecho, a partir de las dos de la tarde comenzaba en el común de las casetas ese aquelarre gastronómico-feriante bautizado con diversos nombres pero que muchos conocerán como la prueba del jamón. En la caseta El Pinsapo, en Ignacio Sánchez Mejías, una señora se lamentaba de que su esposo había sido elegido sorpresivamente miembro del jurado y llevaba ya el hombre ocho platos comidos sin dar señales de añoranza familiar ni de tener resuelto su veredicto. Porque si la bebida ayuda a olvidar, el pata negra ya directamente lo manda a uno a objetos perdidos. Así, con serio peligro para la integridad –y, por descontado, para la más elemental higiene–, fueron uno tras otro surcando los fangales los grupitos de paisanos que habían quedado allí para almorzar. Completaban el paisaje humano toda esa legión de transportistas, oficiales y peones encargados de montar váteres, trasegar cajones con cebollas o con gambas, surtir de congelados y de sillas de palo a los feriantes y cargar neveras y tablones de acá para allá: a la Feria de Abril le faltaban apenas unas horas para empezar y allí quedaba por hacer lo más grande. Por fortuna para todos, la actividad humana estuvo amenizada por los cláxones de los conductores que acudieron, fieles a su cita anual, a colapsar la Avenida de Juan Pablo II como parte del plan general de atasco urbano que se desarrolló con absoluta perfección por toda la ciudad hasta la hora del café, como señal de refinamiento, de bulla y de prosperidad.

Tantos camiones de distintas advocaciones se juntaron en las calles del recinto que incluso apareció uno de la fábrica de cajas de cambios de la Renault, lo cual se antojó de repente una exquisita muestra de extravagancia entre tanta furgoneta de cerveza y de catering. Pensar que alguien pudiera necesitar una caja de cambios en una caseta de la calle Antonio Bienvenida hacía pensar en las felices aportaciones del movimiento Dadá, toda una ayuda para salir del estupor y tomarse aquella situación con filosofía. Eso mismo debió de pensar el señor que decidió ataviarse para su estancia en la Feria con un saco de plástico enterizo al que le había hecho tres agujeros con ese propósito. Ponía algo de fertilizantes, así que a saber si, con tanta agua como cayó, el pobre hombre no está ahora mismo comido de geranios junto al poste de Joselito el Gallo, en una versión aflamencada de las Postrimerías de Valdés Leal. Pero mientras tanto, allí, cargando trabajosamente con su fregadero junto a otro interesado, era la viva estampa de la resolución, lo cual resultaba tranquilizador tratándose a todas luces del parto complicado de una Feria de Abril ralentizada en sus tareas finales por una lluvia a ratos feroz. El caso es que allí estaba el paisano con su chubasquero artesano, en medio de una fauna que en su amplia mayoría había resuelto enfrentarse a las adversidades meteorológicas tirando de objetos al alcance de la mano: cartones de papas fritas, bolsas, plastiquitos de pompas, cajas de porespán, con lo que al final parecía que los objetos inertes habían cobrado vida e iban avanzando ellos solitos por arte de magia, como en El aprendiz de brujo [momento en que el lector tararea la musiquita]. Y entre medio de todo esto, de forma inverosímil, los que iban a disfrutar se paseaban con sus chaquetas, sus corbatas, sus sombreros, sus camisitas entalladas y hasta sus claveles, chapoteando con sus mocasines de charol sobre el emplaste de albero como dando a entender que la naturaleza ha de doblegarse a las esencias sevillanas. No era exactamente la imagen que transmitían los encapuchados de la Calle del Infierno, que ayer celebraron el Día Internacional del Toldo Echado hasta que el tramo final de la tarde, con los cielos más apaciguados y el panorama más numeroso, aconsejó darle vidilla al asunto, que la cosa está muy mala.


Encendidas ya por la mañana, las bombillas peladas y sin farolillos hablaban de una Feria de Abril provisional que nada tiene que ver con la que se viene encima en cuanto se disuelvan los nublados y se olviden los malos presagios de este día en que el río bajaba verde. Y en Sevilla, cuando el río baja verde... más vale tomarse una aspirinita y un ponche y tirarse en el sofá a ver por la tele cómo se moja la gente. Pero claro, entonces esto sería un lugar normal. Y en los lugares normales no pasan las cosas de las que presume Sevilla.
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